Almendro

jueves, 18 de marzo de 2010

Alzheimer

Alzheimer






Optó por ducharse también con él, resultaba más cómodo y además ahorraba agua y tiempo, no empaparía sus propias ropas y las peleas serían más leves, amén de que no le perdería de vista ni un segundo. Esto fue después de haber decidido sumergirse con su marido en la desmemoria y el vacío emocional, para estar más unidos, ser los dos de la misma especie y reconocerse, no por las palabras, no por los pensamientos y recuerdos de un pasado vivido juntos. Los hermanarían los olores, los sabores, el tacto de las mismas telas, de los mismos objetos, de la misma piel.

Había leído, sabía todo lo que se puede saber sobre el Alzheimer



Le enjabona, se enjabona ella y la esponja va pasando de un cuerpo a otro, el suyo de pie, apoyado en la mampara y el de él sentado en una banqueta. Primero la cabeza y el cuello, la espalda, el pecho…Cuando llega a la cintura, se demora a propósito y más abajo, ya en los genitales, el frotamiento y las fricciones se hacen rítmicos, pausados, casi melodiosos, hasta lograr una cierta erección. “Eso no se te ha olvidado, cacho cabrón”, dice maliciosa con una sonrisa amarga, sin esperar a que el otro le responda. ¿Qué puede responder?



Era una mujer dura, así le habían hecho los golpes de la vida, los golpes sobre su propio pellejo. Había mandado a la mierda la asistencia que le ofrecían los servicios sociales después de visitar el centro donde iban a atenderle y decidió que emprenderían juntos, en casa, aquella aventura a lo desconocido, esta vez ella como guía de la expedición.

Se casó enamorada, lo que ella creía que era el amor. Un hombre guapo, amable y educado, quince años mayor, elegante, experimentado y seguro de si mismo. Él lo tenía claro después de su fracaso matrimonial, se fue al pueblo a buscar una mujer coneja, tierra fértil donde sembrar y abonar su futuro prometedor.



Él cierra los ojos y el deleite se dibuja en su boca disfrutando del momento, como entonces, como antes de que el diablo de la extrañeza se le metiera dentro y entonces extiende sus brazos para tomarla por la cintura, intentando acercársela para llenar sus manos con sus glúteos ya flácidos y adiposos. Y ella se deja hacer sin mucha resistencia mientras sigue enjabonando su propio cuerpo, su sexo ahora dormido, los pliegues ocultos por sus tetas caídas, sus axilas ya medio calvas, por su vientre feraz pero incultito. Luego deja que el agua tibia corra por los cuerpos como un río de meandros barriendo la espuma.



No podía dejar en manos de extraños, por muy expertos que fueran, su atención, sus cuidados, sus descuidos… Tenía más de cincuenta años, pero todavía se sentía joven y fuerte para cuidarle ella sola. Contaba con la experiencia de haber atendido a su madre años atrás, regalándole cuidados y atenciones de la mañana a la noche con una vocación y un sacrificio que ella sabía estériles, sin descuidar su casa, sin dejar de tirar del carro.

Al principio, él siempre la había llevado de la mano y ella se había dejado hacer, era más… ¿cómo diría?, era menos complicado, más amable la vida así, más cómoda. Él siempre determinaba lo que convenía, lo que debía y no debía hacerse, todo educada y exquisitamente, sin órdenes pero con convicción. Dejó sus clases de secretariado y se dedicó exclusivamente a atenderle, a ser la reina de su casa.



Siempre termina llorando. Lágrimas de placer, de agradecimiento, que se confunden con al agua que le chorrea por la cara. “Eso no te lo van a dar en la residencia, donde serías un paciente más, un viejo más de un trabajo en serie que hay que hacer deprisa”. Sólo ella puede infringirle estos regalos y atenciones.

Ya fuera de la ducha, envueltos en sus albornoces, le sienta en la taza del retrete y le termina de secar con una toalla. Es como manejar un muñeco grande, un pelele, un cadáver de 85 kilos que responde a sus órdenes como un ser sin voluntad propia.



Los primeros meses fueron un cuento de hadas, de arrebatada pasión y la vida, su vida, le parecía un regalo del cielo. Deseaba tener hijos y él tanto o más que ella, tenía prisa para ser un padre todavía joven, así que cada mes la preguntaba si le había bajado la regla. Y cada vez la misma respuesta: “Puntual como las fases de la luna” y el decepcionado siempre esperando el plenilunio.

Mensuales decepciones que iban en aumento para él, paralelas al aumento de culpabilidad de ella que a la primera mancha lloraba desconsolada.

Después de un año, empezaron a hacerse pruebas de esterilidad. El diagnóstico, repetido en tres ocasiones: ella fértil, sin problemas y el estéril o con espermatozoides lentos y vagos.



Aseado, vestido y pulcro como para salir a pasear, le acomoda en su silla de ruedas y le instala en un rincón del cuarto de baño y entonces, ella todavía desnuda, empieza a prepararse para la fiesta que como cada sábado por la tarde le tiene preparada. Escoge con cuidado su ropa interior y le pregunta qué braguita, qué sujetador, qué color de un surtido muestrario debe ponerse esta tarde y él como un mueble sin ojos como si asintiera en cada prueba. Ella se unta sus cremas y se pone sus perfumes, que previamente le da a oler. Luego se envuelve en una bata de seda, con dragones y motivos florales japoneses, que él antaño le había regalado porque le calentaba esa envoltura tanto o más que el regalo que contenía.



Cuando a los cuatro años de casados, él empezó a beber y a llegar tarde a casa, la película para ella ya era en blanco y negro. Sin saber por qué, vinieron los primeros insultos, los primeros reproches, las primeras bofetadas. Él por la mañana no recordaba nada y ella seguía siendo su princesa, una representación que se repetía con más frecuencia a medida que pasaba el tiempo.



Como siempre, le pide su visto bueno, pero él no contesta, incapaz. Su mirada vacía está perdida en algún punto de un horizonte que no existe. En media hora llegará Vasily, su amante, joven, alto y guapo para quien ella se ha estado preparando. Empuja la silla y la hace rodar hasta el patio de butacas, hacia el palco preferente para que, como invitado de honor, asista al espectáculo, se emocione, llore, aplauda… Le coloca a un lado de la cama para que pueda ver con detalle los primeros planos de cada acto, de cada movimiento. “Papá y mamá te van a traer un bebé, un heredero de mierda…”, le dice sin pizca de piedad.



Ella era una resistente, una roca en que se había convertido. Las pequeñas compensaciones de su vida de pequeña burguesa le hacían olvidar las humillaciones. Amaba la vida lo suficiente como para claudicar.

¿Pedir el divorcio, la separación, la renuncia? Eso suponía el fracaso, la inseguridad, una incertidumbre a la que no estaba acostumbrada. Resistir y era su lema y resistió.



Vasily hace su trabajo, si no con entusiasmo, sí con profesionalidad. Ya conoce su papel en la representación y no le cuesta complacer a la señora, a la que por respeto no tutea, tuteo en el que ella no insiste porque le hace gracia que la siga llamando señora mientras se corre dentro de ella. Sin prisas se viste, se atusa en el baño y recoge discretamente sus billetes, como quien no lo ha ganado, que agradece de forma educada. Luego, como una formalidad innecesaria, toma la mano del hombre de la silla de ruedas y la agita diciendo unas palabras de despedida.

1 comentario:

Pilar Arranz dijo...

Gracias "Mochuelico" (que diría Neko) por abrir este blog. Aquí tendremos un rincón de lectura de tus relatos. Cuenta con esta seguidora incondicional.