Almendro

jueves, 18 de marzo de 2010

Monólogo

Monólogo




Anochece.

Está empezando a hacerse de noche y te voy a tener que dejar Julio, sabes que yo sola me pierdo por estos andurriales y luego no encuentro la salida. Ya me pasó una vez y gracias a un señor que se ofreció a acompañarme hasta la puerta no me quedé encerrada toda la noche, hasta el día siguiente. No sabes el sofocón que pasé y luego se empeñó en llevarme en su coche hasta cerca de casa, ¡cómo no me vería de apurada el hombre!

La Dionisia.

Bueno, como te iba diciendo, que me llamó tu cuñada la Dionisia, ya ves, después de tantos años. Yo de primeras ni la reconocí hasta que caí en la cuenta: “…sí Marta, la Dionisia, la mujer de Emilio el hermano de tu Julio que en paz descanse…” Mira la mosca muerta, con la de veces que me ha quitado los cachos y me ha despellejado y ahora me viene con eso de: “…Marta, con lo que tu y yo hemos pasado juntas y nos hemos querido y apoyado la familia en otros tiempos…” De todas formas, Julio, tú sabes que aunque no se me olvidan las cosas, no soy rencorosa y sé perdonar, que el Señor es el que al final nos pone a cada uno en su sitio y que yo sé que la pobre Dionisia bastante desgracia tiene, que su vida ha sido un calvario, con que se le muriera su hijo tan joven dejando a su nuera la Carmencita con cuatro criaturas, que eso la tiene muerta en vida como ella dice. Yo mira Julio, no estoy para penas, que ya tengo las mías, así que le dije: “mira Dionisia, hay que tener resignación y cada uno tiene que llevar su cruz como mejor pueda, y además, que no te quejes tanto, que tienes a la Sagrarito todo el día pendiente de ti, que no sé ni como se lo consiente su marido, aunque sea tu hijo, porque pasa más tiempo en tu casa que en la suya…” Se me puso a llorar por el teléfono y yo, ya sabes que no estoy para llantinas, que bastante tengo con lo mío, así que le colgué el aparato.

Marcelino y las apariciones de Julio.

Dirás Julio que siempre estoy con lo mismo, pero es que no se me quita de la cabeza que todavía no me hayas perdonado lo de Marcelino, que me juntara con él cuando me quedé sola y que también se me ha muerto como tú y otra vez sola, que es que ese debe ser mi sino. Después de tantos años Julio y que sigas dale que dale con ese rencor y esos celos tuyos, porque sé que es eso lo que te viene royendo por dentro y por eso te me apareces en casa por las noches, siempre de madrugada, a quitarme la ropa y a tirarme de los pies, que me haces daño y me tienes más que harta. Eso cuando no vienes reclamando las escrituras de la casa, que es como si no te dieras cuenta de que estás muerto. ¿No te guardé yo luto? ¿No te dije las misas que tocaban? Entonces ¡coño! ¡qué más quieres! Y no me hagas hablar mal.

Nadie ha podido decir nunca nada malo de mí, pero Julio, una mujer no puede estar sola, necesita la sombra y el amparo de un hombre. Y si me junté con Marcelino no fue porque me hayan tirado nunca los pantalones, mas que los tuyos, que siempre fuiste el único hombre que ha habido en ni vida, te lo juro por mis hijos, pero comprende que tenía que estar recogida y que Marcelino era un buen hombre, que hasta que se me murió y perdió la cabeza siempre estuvo pendiente de mí, siempre tuvo detalles conmigo y no me faltó nunca de nada. Detalles que tú no has tenido en todos los años de casados y aunque el pobre no tuviera muchas luces y no supiera estar en sociedad, besaba el suelo que yo pisaba.

Y mira, que lo sepas, al lado de la tuya he encendido otra vela por él al Corazón de Jesús, que un día, como dicen tus hijos, voy a salir ardiendo.

Julio y las mujeres.

Y no te enfades porque, que se muera cualquiera de mis hijos o mejor que me quede yo ahora mismo en el sitio si miento, tu sabes que yo en vida nunca te he puesto los cuernos ni soñando, lo que tú me la has pegado las veces que has querido o que has podido, las que me he enterado y las que no. Porque aunque creyeras que me chupaba el dedo, he sido buena pero no tonta, o a ver si te crees que no me enteré de cuando te enredaste con esa guarra, la Chata, la de el bar El Imperio. Eso y todo lo que te habrás traído a mis espaldas, porque a ti las faldas siempre te han tirado y mucho y ya sé que un hombre no es como una mujer y tiene otras necesidades, pero ya sabes que hay mucha gente que le gusta malmeter y que parece que se regocija con las desgracias ajenas. ¡Pero qué canalla has sido!

Y ves, en eso Marcelino, puedo poner por él la mano en el fuego. Siempre como un perrito faldero que no sabía dar un paso sin mí. Hasta sus hermanas me decían: “Marta, no se qué le has dado a mi hermano, que no tiene ojos mas que para ti”.

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La mujer cansada ya, dejó de mirarse en el espejo que tenía enfrente, se levantó con cierta dificultad apoyándose en el lavabo y recogió el libreto que apenas había abierto. Después de un pequeño descanso terminaría su lectura, su ensayo. Ya lo tenía casi memorizado y con un par de pruebas más llegaría al estreno con su personaje bien aprendido.

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