No desertar de ser eternamente joven
de no tener certezas a las que asirse
de equivocarse siempre
sin perdón ni castigo.
jueves, 25 de marzo de 2010
viernes, 19 de marzo de 2010
Insomnio
Cuando la Dama de los Sueños
se olvida de cantarme la nana, nanita ea
quédate dormidito que yo lo vea
se ha quedado dormida debajo
de una higuera que hay en tu cama.
Debajo de mi cama tengo chumberas
cuajadas de higos chumbos
que me desvelan con espinas de hielo
que se derriten de madrugada.
Ea, ea, duérmete lucerito
que llega el alba
Cuando despierte la Dama de los Sueños
tómala de la mano, tráela a mi casa
porque vele los mios y me cante una nana
si tú te duermes, corazón de mi vida
vida de mis entrañas, yo te diré algún día
que sueños tiene de los Sueños la Dama
se olvida de cantarme la nana, nanita ea
quédate dormidito que yo lo vea
se ha quedado dormida debajo
de una higuera que hay en tu cama.
Debajo de mi cama tengo chumberas
cuajadas de higos chumbos
que me desvelan con espinas de hielo
que se derriten de madrugada.
Ea, ea, duérmete lucerito
que llega el alba
Cuando despierte la Dama de los Sueños
tómala de la mano, tráela a mi casa
porque vele los mios y me cante una nana
si tú te duermes, corazón de mi vida
vida de mis entrañas, yo te diré algún día
que sueños tiene de los Sueños la Dama
Ojos azules
¿Qué se puede hacer cuando vas por primera vez a comer a casa de tus futuros suegros y te encuentras una mosca de ojos azules en la sopa?
¿Y si después de habértela comido, encuentras otra mosca de ojos azules entre los garbanzos?
No sé ustedes. Yo me la comí también y nunca más he vuelto a ver los preciosos ojos azules de Manolita.
¿Y si después de habértela comido, encuentras otra mosca de ojos azules entre los garbanzos?
No sé ustedes. Yo me la comí también y nunca más he vuelto a ver los preciosos ojos azules de Manolita.
jueves, 18 de marzo de 2010
El Negro
Me moría de ganas de echar un polvo y andaba sin blanca, por eso había descartado ir de putas. Me habría hecho una paja en el retrete de cualquier bar, pero tenía machacada la mano derecha por aquella puta máquina y con la izquierda nunca me he apañado. El cabrón de mi jefe decidió que un manco putero y borrachín como yo sobraba en su puto negocio, un desguace de coches, así que me mandó a la mierda. Metió 100 euros en mis bolsillos para taparme la boca y me dijo que volviera dentro de unos meses a ver si había algo para mí, si todavía recordaba el camino.
En esta situación entré en un bareto a pulirme los 30 euros que me quedaban. Me acomodé en la barra y pedí una jarra de cerveza para aclararme las ideas e intentar pensar en algo. Junto a mí había una pareja de unos 50 años. Como el maromo caía a mi lado, arrastré mi taburete hasta colocarme al lado de la tía. Ella vestía un vestido rojo con topitos blancos e iba maquillada hasta detrás de las orejas. El soplapollas de su marido era un gordo repugante que sudaba más que una barra de hielo en el desierto. No se movía ni apartaba la mirada, de un viejo afiche de “La Cruz del Campo” que había entre las estanterías de botellas. No hablaban entre ellos ni se miraban ni se tocaban, sólo la proximidad de sus asientos hacía pensar que iban juntos.
La tía no era ni guapa ni fea. Con descaro le eché algo más que una ojeada: casi no tenía culo y pocas caderas, pero tenía un buen par de tetas como para poner cachondo al obispo de Roma. No le pasó desapercibido el repaso visual que le había dado y pareció no rehuir la pelea. Le pedí un pitillo, y ella me lo ofreció en la cajetilla y puso otro en sus labios carmín- fulana. Yo saqué mi Zippo para darme importancia y darle fuego, pero falló una, dos, cinco veces. Me disculpé: "perdona, se me olvidó repostar". La fulana se rió y encendió mi cigarrillo con un mechero barato y luego el suyo. “Me llamo Blanca” dijo tendiéndome la mano que yo tomé haciendo el ademán de besarla, como había visto en alguna película. “A mi me llaman El Negro” dije improvisando lo primero que se me ocurrió.
Sin darnos cuenta apenas habíamos ido girando los taburetes hasta situarnos uno frente al otro, ignorando al cornudo y nos echamos a la cara la primera bocanada de humo. Ahora reíamos los dos. El marido seguía como una escayola, ajeno a lo que ocurría a su alrededor.
“¿Un accidente?” preguntó ella mirando mi mano vendada. “No exactamente” le respondí, “La manicura que se pasó un pelo cuando me arreglaba las uñas”. La fulana miró mi mano izquierda, con especial atención a las uñas, de riguroso luto y rió la broma. Se notaba que el capullo de su marido no la hacía reir desde hacía mucho y que a ella le gustaba reírse. Se inclinó hacia delante para alisarse el vestido y enseñarme su mejor mercancía, demorándose lo justo para que el cliente pudiera apreciarla. Luego se lo subió un palmo, para que yo viera que blanco tenía algo más que el nombre.
Le dije al camarero que pusiera de beber a la señora y yo pedí otra jarra. El hombre al que la tía daba la espalda seguía tieso como un garrote.
La mujer sacó un abanico de su bolso y empezó a darse aire aquí y allá. Mi bragueta estaba a punto de reventar y si no hacía algo pronto empezaría a empaparse. “Estoy sin blanca, cielo”, le dije acercando mi taburete al suyo y metiendo una de mis rodillas entre las suyas. No hizo el más mínimo intento de juntarlas para cerrarme el paso.
Así las cosas le conté cuatro tonterías para seguir riéndonos, luego bebí un trago de su copa. Ella me sonrió de nuevo, mojó un dedo en la cerveza de mi jarra y escribió en el mostrador: “sígueme”.
En el local apenas había dos o tres personas sentadas en distintas mesas. La fulana cogió su bolso y se encaminó hacia el fondo. Cinco segundos después, me coloqué el paquete y seguí sus pasos. El servicio de señoras tenía la luz encendida y la puerta entreabierta, así que allí me colé. La tía echó el cerrojo, se puso de espaldas y empezó a subirse el vestido hasta más arriba de la cintura. Luego se bajó las bragas hasta las rodillas, se abrió de piernas y apoyó las manos en la pared ofreciéndome su trasero, estrecho y magro pero apetitoso. No era lo que yo esperaba pero ¡qué coño! Un culo es un culo, había sido fácil llegar hasta él y mi cipote estaba como una olla a presión a punto de estallar, no era como para andarse con remilgos, así que sin decir ni pío se la envainé guiando la polla con la mano herida mientras con la otra magreaba sus tetas inmensas.
Con cuatro empujones acompasados con los expertos movimientos de su culo, resolví mientras la muy perra lanzaba grititos asfixiados, dejándola llena y ella a mí vacío y jadeante. A pesar de haber terminado la faena, quise hurgar sus partes delanteras, pero la zorra ya se había subido las bragas y se alisaba el vestido.
Me besó en la mejilla como despedida, me dio las gracias: “…encantada de haberte conocido …” y me dijo que me metiera en el servicio de caballeros, que enseguida venía su marido para recompensarme por mis servicios. Extrañado yo, me aclaró que el cornudo era impotente y que de vez en cuando, para tenerla contenta, le regalaba algunos caprichos.
Mosqueado me metí en el servicio de hombres. Al poco apareció el tipo gordo y echó el cerrojo. En vez de la pasta que yo esperaba sacó del bolsillo una navaja automática con la hoja más larga que mi polla cinco minutos antes. “Y ahora suelta 300 pavos si no quieres que te haga pupa”. Le di mi cartera, la registró y no encontró más que tres billetes de 10 euros. Se puso furioso y registro todos mis bolsillos. Sólo encontró el Zippo y un paquete de clinex. Se guardó el encendedor, me quitó el reloj de 6 euros que compré a un negro en un mercadillo y de un tirón se llevó la cadena y la medallita que mi vieja me puso al cuello el día que la llevé al asilo, cuando me dijo: “te dará suerte en la vida hijo mío” y yo pensé: “sí, la misma que a ti”. El fulano hundió mi cartera en la taza del retrete y cabreado y bufando, se fue dando un portazo.
Cuando logré adecentarme un poco, salí al bar donde no quedaba sino el camarero. Pedí otra jarra que me tomé despacio. Cuando acabé no intenté siquiera explicarle, dejé sobre el mostrador mi tarjeta de la Seguridad Social y
le dije que mañana volvería a pagar.
En esta situación entré en un bareto a pulirme los 30 euros que me quedaban. Me acomodé en la barra y pedí una jarra de cerveza para aclararme las ideas e intentar pensar en algo. Junto a mí había una pareja de unos 50 años. Como el maromo caía a mi lado, arrastré mi taburete hasta colocarme al lado de la tía. Ella vestía un vestido rojo con topitos blancos e iba maquillada hasta detrás de las orejas. El soplapollas de su marido era un gordo repugante que sudaba más que una barra de hielo en el desierto. No se movía ni apartaba la mirada, de un viejo afiche de “La Cruz del Campo” que había entre las estanterías de botellas. No hablaban entre ellos ni se miraban ni se tocaban, sólo la proximidad de sus asientos hacía pensar que iban juntos.
La tía no era ni guapa ni fea. Con descaro le eché algo más que una ojeada: casi no tenía culo y pocas caderas, pero tenía un buen par de tetas como para poner cachondo al obispo de Roma. No le pasó desapercibido el repaso visual que le había dado y pareció no rehuir la pelea. Le pedí un pitillo, y ella me lo ofreció en la cajetilla y puso otro en sus labios carmín- fulana. Yo saqué mi Zippo para darme importancia y darle fuego, pero falló una, dos, cinco veces. Me disculpé: "perdona, se me olvidó repostar". La fulana se rió y encendió mi cigarrillo con un mechero barato y luego el suyo. “Me llamo Blanca” dijo tendiéndome la mano que yo tomé haciendo el ademán de besarla, como había visto en alguna película. “A mi me llaman El Negro” dije improvisando lo primero que se me ocurrió.
Sin darnos cuenta apenas habíamos ido girando los taburetes hasta situarnos uno frente al otro, ignorando al cornudo y nos echamos a la cara la primera bocanada de humo. Ahora reíamos los dos. El marido seguía como una escayola, ajeno a lo que ocurría a su alrededor.
“¿Un accidente?” preguntó ella mirando mi mano vendada. “No exactamente” le respondí, “La manicura que se pasó un pelo cuando me arreglaba las uñas”. La fulana miró mi mano izquierda, con especial atención a las uñas, de riguroso luto y rió la broma. Se notaba que el capullo de su marido no la hacía reir desde hacía mucho y que a ella le gustaba reírse. Se inclinó hacia delante para alisarse el vestido y enseñarme su mejor mercancía, demorándose lo justo para que el cliente pudiera apreciarla. Luego se lo subió un palmo, para que yo viera que blanco tenía algo más que el nombre.
Le dije al camarero que pusiera de beber a la señora y yo pedí otra jarra. El hombre al que la tía daba la espalda seguía tieso como un garrote.
La mujer sacó un abanico de su bolso y empezó a darse aire aquí y allá. Mi bragueta estaba a punto de reventar y si no hacía algo pronto empezaría a empaparse. “Estoy sin blanca, cielo”, le dije acercando mi taburete al suyo y metiendo una de mis rodillas entre las suyas. No hizo el más mínimo intento de juntarlas para cerrarme el paso.
Así las cosas le conté cuatro tonterías para seguir riéndonos, luego bebí un trago de su copa. Ella me sonrió de nuevo, mojó un dedo en la cerveza de mi jarra y escribió en el mostrador: “sígueme”.
En el local apenas había dos o tres personas sentadas en distintas mesas. La fulana cogió su bolso y se encaminó hacia el fondo. Cinco segundos después, me coloqué el paquete y seguí sus pasos. El servicio de señoras tenía la luz encendida y la puerta entreabierta, así que allí me colé. La tía echó el cerrojo, se puso de espaldas y empezó a subirse el vestido hasta más arriba de la cintura. Luego se bajó las bragas hasta las rodillas, se abrió de piernas y apoyó las manos en la pared ofreciéndome su trasero, estrecho y magro pero apetitoso. No era lo que yo esperaba pero ¡qué coño! Un culo es un culo, había sido fácil llegar hasta él y mi cipote estaba como una olla a presión a punto de estallar, no era como para andarse con remilgos, así que sin decir ni pío se la envainé guiando la polla con la mano herida mientras con la otra magreaba sus tetas inmensas.
Con cuatro empujones acompasados con los expertos movimientos de su culo, resolví mientras la muy perra lanzaba grititos asfixiados, dejándola llena y ella a mí vacío y jadeante. A pesar de haber terminado la faena, quise hurgar sus partes delanteras, pero la zorra ya se había subido las bragas y se alisaba el vestido.
Me besó en la mejilla como despedida, me dio las gracias: “…encantada de haberte conocido …” y me dijo que me metiera en el servicio de caballeros, que enseguida venía su marido para recompensarme por mis servicios. Extrañado yo, me aclaró que el cornudo era impotente y que de vez en cuando, para tenerla contenta, le regalaba algunos caprichos.
Mosqueado me metí en el servicio de hombres. Al poco apareció el tipo gordo y echó el cerrojo. En vez de la pasta que yo esperaba sacó del bolsillo una navaja automática con la hoja más larga que mi polla cinco minutos antes. “Y ahora suelta 300 pavos si no quieres que te haga pupa”. Le di mi cartera, la registró y no encontró más que tres billetes de 10 euros. Se puso furioso y registro todos mis bolsillos. Sólo encontró el Zippo y un paquete de clinex. Se guardó el encendedor, me quitó el reloj de 6 euros que compré a un negro en un mercadillo y de un tirón se llevó la cadena y la medallita que mi vieja me puso al cuello el día que la llevé al asilo, cuando me dijo: “te dará suerte en la vida hijo mío” y yo pensé: “sí, la misma que a ti”. El fulano hundió mi cartera en la taza del retrete y cabreado y bufando, se fue dando un portazo.
Cuando logré adecentarme un poco, salí al bar donde no quedaba sino el camarero. Pedí otra jarra que me tomé despacio. Cuando acabé no intenté siquiera explicarle, dejé sobre el mostrador mi tarjeta de la Seguridad Social y
le dije que mañana volvería a pagar.
Monólogo
Monólogo
Anochece.
Está empezando a hacerse de noche y te voy a tener que dejar Julio, sabes que yo sola me pierdo por estos andurriales y luego no encuentro la salida. Ya me pasó una vez y gracias a un señor que se ofreció a acompañarme hasta la puerta no me quedé encerrada toda la noche, hasta el día siguiente. No sabes el sofocón que pasé y luego se empeñó en llevarme en su coche hasta cerca de casa, ¡cómo no me vería de apurada el hombre!
La Dionisia.
Bueno, como te iba diciendo, que me llamó tu cuñada la Dionisia, ya ves, después de tantos años. Yo de primeras ni la reconocí hasta que caí en la cuenta: “…sí Marta, la Dionisia, la mujer de Emilio el hermano de tu Julio que en paz descanse…” Mira la mosca muerta, con la de veces que me ha quitado los cachos y me ha despellejado y ahora me viene con eso de: “…Marta, con lo que tu y yo hemos pasado juntas y nos hemos querido y apoyado la familia en otros tiempos…” De todas formas, Julio, tú sabes que aunque no se me olvidan las cosas, no soy rencorosa y sé perdonar, que el Señor es el que al final nos pone a cada uno en su sitio y que yo sé que la pobre Dionisia bastante desgracia tiene, que su vida ha sido un calvario, con que se le muriera su hijo tan joven dejando a su nuera la Carmencita con cuatro criaturas, que eso la tiene muerta en vida como ella dice. Yo mira Julio, no estoy para penas, que ya tengo las mías, así que le dije: “mira Dionisia, hay que tener resignación y cada uno tiene que llevar su cruz como mejor pueda, y además, que no te quejes tanto, que tienes a la Sagrarito todo el día pendiente de ti, que no sé ni como se lo consiente su marido, aunque sea tu hijo, porque pasa más tiempo en tu casa que en la suya…” Se me puso a llorar por el teléfono y yo, ya sabes que no estoy para llantinas, que bastante tengo con lo mío, así que le colgué el aparato.
Marcelino y las apariciones de Julio.
Dirás Julio que siempre estoy con lo mismo, pero es que no se me quita de la cabeza que todavía no me hayas perdonado lo de Marcelino, que me juntara con él cuando me quedé sola y que también se me ha muerto como tú y otra vez sola, que es que ese debe ser mi sino. Después de tantos años Julio y que sigas dale que dale con ese rencor y esos celos tuyos, porque sé que es eso lo que te viene royendo por dentro y por eso te me apareces en casa por las noches, siempre de madrugada, a quitarme la ropa y a tirarme de los pies, que me haces daño y me tienes más que harta. Eso cuando no vienes reclamando las escrituras de la casa, que es como si no te dieras cuenta de que estás muerto. ¿No te guardé yo luto? ¿No te dije las misas que tocaban? Entonces ¡coño! ¡qué más quieres! Y no me hagas hablar mal.
Nadie ha podido decir nunca nada malo de mí, pero Julio, una mujer no puede estar sola, necesita la sombra y el amparo de un hombre. Y si me junté con Marcelino no fue porque me hayan tirado nunca los pantalones, mas que los tuyos, que siempre fuiste el único hombre que ha habido en ni vida, te lo juro por mis hijos, pero comprende que tenía que estar recogida y que Marcelino era un buen hombre, que hasta que se me murió y perdió la cabeza siempre estuvo pendiente de mí, siempre tuvo detalles conmigo y no me faltó nunca de nada. Detalles que tú no has tenido en todos los años de casados y aunque el pobre no tuviera muchas luces y no supiera estar en sociedad, besaba el suelo que yo pisaba.
Y mira, que lo sepas, al lado de la tuya he encendido otra vela por él al Corazón de Jesús, que un día, como dicen tus hijos, voy a salir ardiendo.
Julio y las mujeres.
Y no te enfades porque, que se muera cualquiera de mis hijos o mejor que me quede yo ahora mismo en el sitio si miento, tu sabes que yo en vida nunca te he puesto los cuernos ni soñando, lo que tú me la has pegado las veces que has querido o que has podido, las que me he enterado y las que no. Porque aunque creyeras que me chupaba el dedo, he sido buena pero no tonta, o a ver si te crees que no me enteré de cuando te enredaste con esa guarra, la Chata, la de el bar El Imperio. Eso y todo lo que te habrás traído a mis espaldas, porque a ti las faldas siempre te han tirado y mucho y ya sé que un hombre no es como una mujer y tiene otras necesidades, pero ya sabes que hay mucha gente que le gusta malmeter y que parece que se regocija con las desgracias ajenas. ¡Pero qué canalla has sido!
Y ves, en eso Marcelino, puedo poner por él la mano en el fuego. Siempre como un perrito faldero que no sabía dar un paso sin mí. Hasta sus hermanas me decían: “Marta, no se qué le has dado a mi hermano, que no tiene ojos mas que para ti”.
----------------------
La mujer cansada ya, dejó de mirarse en el espejo que tenía enfrente, se levantó con cierta dificultad apoyándose en el lavabo y recogió el libreto que apenas había abierto. Después de un pequeño descanso terminaría su lectura, su ensayo. Ya lo tenía casi memorizado y con un par de pruebas más llegaría al estreno con su personaje bien aprendido.
Anochece.
Está empezando a hacerse de noche y te voy a tener que dejar Julio, sabes que yo sola me pierdo por estos andurriales y luego no encuentro la salida. Ya me pasó una vez y gracias a un señor que se ofreció a acompañarme hasta la puerta no me quedé encerrada toda la noche, hasta el día siguiente. No sabes el sofocón que pasé y luego se empeñó en llevarme en su coche hasta cerca de casa, ¡cómo no me vería de apurada el hombre!
La Dionisia.
Bueno, como te iba diciendo, que me llamó tu cuñada la Dionisia, ya ves, después de tantos años. Yo de primeras ni la reconocí hasta que caí en la cuenta: “…sí Marta, la Dionisia, la mujer de Emilio el hermano de tu Julio que en paz descanse…” Mira la mosca muerta, con la de veces que me ha quitado los cachos y me ha despellejado y ahora me viene con eso de: “…Marta, con lo que tu y yo hemos pasado juntas y nos hemos querido y apoyado la familia en otros tiempos…” De todas formas, Julio, tú sabes que aunque no se me olvidan las cosas, no soy rencorosa y sé perdonar, que el Señor es el que al final nos pone a cada uno en su sitio y que yo sé que la pobre Dionisia bastante desgracia tiene, que su vida ha sido un calvario, con que se le muriera su hijo tan joven dejando a su nuera la Carmencita con cuatro criaturas, que eso la tiene muerta en vida como ella dice. Yo mira Julio, no estoy para penas, que ya tengo las mías, así que le dije: “mira Dionisia, hay que tener resignación y cada uno tiene que llevar su cruz como mejor pueda, y además, que no te quejes tanto, que tienes a la Sagrarito todo el día pendiente de ti, que no sé ni como se lo consiente su marido, aunque sea tu hijo, porque pasa más tiempo en tu casa que en la suya…” Se me puso a llorar por el teléfono y yo, ya sabes que no estoy para llantinas, que bastante tengo con lo mío, así que le colgué el aparato.
Marcelino y las apariciones de Julio.
Dirás Julio que siempre estoy con lo mismo, pero es que no se me quita de la cabeza que todavía no me hayas perdonado lo de Marcelino, que me juntara con él cuando me quedé sola y que también se me ha muerto como tú y otra vez sola, que es que ese debe ser mi sino. Después de tantos años Julio y que sigas dale que dale con ese rencor y esos celos tuyos, porque sé que es eso lo que te viene royendo por dentro y por eso te me apareces en casa por las noches, siempre de madrugada, a quitarme la ropa y a tirarme de los pies, que me haces daño y me tienes más que harta. Eso cuando no vienes reclamando las escrituras de la casa, que es como si no te dieras cuenta de que estás muerto. ¿No te guardé yo luto? ¿No te dije las misas que tocaban? Entonces ¡coño! ¡qué más quieres! Y no me hagas hablar mal.
Nadie ha podido decir nunca nada malo de mí, pero Julio, una mujer no puede estar sola, necesita la sombra y el amparo de un hombre. Y si me junté con Marcelino no fue porque me hayan tirado nunca los pantalones, mas que los tuyos, que siempre fuiste el único hombre que ha habido en ni vida, te lo juro por mis hijos, pero comprende que tenía que estar recogida y que Marcelino era un buen hombre, que hasta que se me murió y perdió la cabeza siempre estuvo pendiente de mí, siempre tuvo detalles conmigo y no me faltó nunca de nada. Detalles que tú no has tenido en todos los años de casados y aunque el pobre no tuviera muchas luces y no supiera estar en sociedad, besaba el suelo que yo pisaba.
Y mira, que lo sepas, al lado de la tuya he encendido otra vela por él al Corazón de Jesús, que un día, como dicen tus hijos, voy a salir ardiendo.
Julio y las mujeres.
Y no te enfades porque, que se muera cualquiera de mis hijos o mejor que me quede yo ahora mismo en el sitio si miento, tu sabes que yo en vida nunca te he puesto los cuernos ni soñando, lo que tú me la has pegado las veces que has querido o que has podido, las que me he enterado y las que no. Porque aunque creyeras que me chupaba el dedo, he sido buena pero no tonta, o a ver si te crees que no me enteré de cuando te enredaste con esa guarra, la Chata, la de el bar El Imperio. Eso y todo lo que te habrás traído a mis espaldas, porque a ti las faldas siempre te han tirado y mucho y ya sé que un hombre no es como una mujer y tiene otras necesidades, pero ya sabes que hay mucha gente que le gusta malmeter y que parece que se regocija con las desgracias ajenas. ¡Pero qué canalla has sido!
Y ves, en eso Marcelino, puedo poner por él la mano en el fuego. Siempre como un perrito faldero que no sabía dar un paso sin mí. Hasta sus hermanas me decían: “Marta, no se qué le has dado a mi hermano, que no tiene ojos mas que para ti”.
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La mujer cansada ya, dejó de mirarse en el espejo que tenía enfrente, se levantó con cierta dificultad apoyándose en el lavabo y recogió el libreto que apenas había abierto. Después de un pequeño descanso terminaría su lectura, su ensayo. Ya lo tenía casi memorizado y con un par de pruebas más llegaría al estreno con su personaje bien aprendido.
Alzheimer
Alzheimer
Optó por ducharse también con él, resultaba más cómodo y además ahorraba agua y tiempo, no empaparía sus propias ropas y las peleas serían más leves, amén de que no le perdería de vista ni un segundo. Esto fue después de haber decidido sumergirse con su marido en la desmemoria y el vacío emocional, para estar más unidos, ser los dos de la misma especie y reconocerse, no por las palabras, no por los pensamientos y recuerdos de un pasado vivido juntos. Los hermanarían los olores, los sabores, el tacto de las mismas telas, de los mismos objetos, de la misma piel.
Había leído, sabía todo lo que se puede saber sobre el Alzheimer
Le enjabona, se enjabona ella y la esponja va pasando de un cuerpo a otro, el suyo de pie, apoyado en la mampara y el de él sentado en una banqueta. Primero la cabeza y el cuello, la espalda, el pecho…Cuando llega a la cintura, se demora a propósito y más abajo, ya en los genitales, el frotamiento y las fricciones se hacen rítmicos, pausados, casi melodiosos, hasta lograr una cierta erección. “Eso no se te ha olvidado, cacho cabrón”, dice maliciosa con una sonrisa amarga, sin esperar a que el otro le responda. ¿Qué puede responder?
Era una mujer dura, así le habían hecho los golpes de la vida, los golpes sobre su propio pellejo. Había mandado a la mierda la asistencia que le ofrecían los servicios sociales después de visitar el centro donde iban a atenderle y decidió que emprenderían juntos, en casa, aquella aventura a lo desconocido, esta vez ella como guía de la expedición.
Se casó enamorada, lo que ella creía que era el amor. Un hombre guapo, amable y educado, quince años mayor, elegante, experimentado y seguro de si mismo. Él lo tenía claro después de su fracaso matrimonial, se fue al pueblo a buscar una mujer coneja, tierra fértil donde sembrar y abonar su futuro prometedor.
Él cierra los ojos y el deleite se dibuja en su boca disfrutando del momento, como entonces, como antes de que el diablo de la extrañeza se le metiera dentro y entonces extiende sus brazos para tomarla por la cintura, intentando acercársela para llenar sus manos con sus glúteos ya flácidos y adiposos. Y ella se deja hacer sin mucha resistencia mientras sigue enjabonando su propio cuerpo, su sexo ahora dormido, los pliegues ocultos por sus tetas caídas, sus axilas ya medio calvas, por su vientre feraz pero incultito. Luego deja que el agua tibia corra por los cuerpos como un río de meandros barriendo la espuma.
No podía dejar en manos de extraños, por muy expertos que fueran, su atención, sus cuidados, sus descuidos… Tenía más de cincuenta años, pero todavía se sentía joven y fuerte para cuidarle ella sola. Contaba con la experiencia de haber atendido a su madre años atrás, regalándole cuidados y atenciones de la mañana a la noche con una vocación y un sacrificio que ella sabía estériles, sin descuidar su casa, sin dejar de tirar del carro.
Al principio, él siempre la había llevado de la mano y ella se había dejado hacer, era más… ¿cómo diría?, era menos complicado, más amable la vida así, más cómoda. Él siempre determinaba lo que convenía, lo que debía y no debía hacerse, todo educada y exquisitamente, sin órdenes pero con convicción. Dejó sus clases de secretariado y se dedicó exclusivamente a atenderle, a ser la reina de su casa.
Siempre termina llorando. Lágrimas de placer, de agradecimiento, que se confunden con al agua que le chorrea por la cara. “Eso no te lo van a dar en la residencia, donde serías un paciente más, un viejo más de un trabajo en serie que hay que hacer deprisa”. Sólo ella puede infringirle estos regalos y atenciones.
Ya fuera de la ducha, envueltos en sus albornoces, le sienta en la taza del retrete y le termina de secar con una toalla. Es como manejar un muñeco grande, un pelele, un cadáver de 85 kilos que responde a sus órdenes como un ser sin voluntad propia.
Los primeros meses fueron un cuento de hadas, de arrebatada pasión y la vida, su vida, le parecía un regalo del cielo. Deseaba tener hijos y él tanto o más que ella, tenía prisa para ser un padre todavía joven, así que cada mes la preguntaba si le había bajado la regla. Y cada vez la misma respuesta: “Puntual como las fases de la luna” y el decepcionado siempre esperando el plenilunio.
Mensuales decepciones que iban en aumento para él, paralelas al aumento de culpabilidad de ella que a la primera mancha lloraba desconsolada.
Después de un año, empezaron a hacerse pruebas de esterilidad. El diagnóstico, repetido en tres ocasiones: ella fértil, sin problemas y el estéril o con espermatozoides lentos y vagos.
Aseado, vestido y pulcro como para salir a pasear, le acomoda en su silla de ruedas y le instala en un rincón del cuarto de baño y entonces, ella todavía desnuda, empieza a prepararse para la fiesta que como cada sábado por la tarde le tiene preparada. Escoge con cuidado su ropa interior y le pregunta qué braguita, qué sujetador, qué color de un surtido muestrario debe ponerse esta tarde y él como un mueble sin ojos como si asintiera en cada prueba. Ella se unta sus cremas y se pone sus perfumes, que previamente le da a oler. Luego se envuelve en una bata de seda, con dragones y motivos florales japoneses, que él antaño le había regalado porque le calentaba esa envoltura tanto o más que el regalo que contenía.
Cuando a los cuatro años de casados, él empezó a beber y a llegar tarde a casa, la película para ella ya era en blanco y negro. Sin saber por qué, vinieron los primeros insultos, los primeros reproches, las primeras bofetadas. Él por la mañana no recordaba nada y ella seguía siendo su princesa, una representación que se repetía con más frecuencia a medida que pasaba el tiempo.
Como siempre, le pide su visto bueno, pero él no contesta, incapaz. Su mirada vacía está perdida en algún punto de un horizonte que no existe. En media hora llegará Vasily, su amante, joven, alto y guapo para quien ella se ha estado preparando. Empuja la silla y la hace rodar hasta el patio de butacas, hacia el palco preferente para que, como invitado de honor, asista al espectáculo, se emocione, llore, aplauda… Le coloca a un lado de la cama para que pueda ver con detalle los primeros planos de cada acto, de cada movimiento. “Papá y mamá te van a traer un bebé, un heredero de mierda…”, le dice sin pizca de piedad.
Ella era una resistente, una roca en que se había convertido. Las pequeñas compensaciones de su vida de pequeña burguesa le hacían olvidar las humillaciones. Amaba la vida lo suficiente como para claudicar.
¿Pedir el divorcio, la separación, la renuncia? Eso suponía el fracaso, la inseguridad, una incertidumbre a la que no estaba acostumbrada. Resistir y era su lema y resistió.
Vasily hace su trabajo, si no con entusiasmo, sí con profesionalidad. Ya conoce su papel en la representación y no le cuesta complacer a la señora, a la que por respeto no tutea, tuteo en el que ella no insiste porque le hace gracia que la siga llamando señora mientras se corre dentro de ella. Sin prisas se viste, se atusa en el baño y recoge discretamente sus billetes, como quien no lo ha ganado, que agradece de forma educada. Luego, como una formalidad innecesaria, toma la mano del hombre de la silla de ruedas y la agita diciendo unas palabras de despedida.
Optó por ducharse también con él, resultaba más cómodo y además ahorraba agua y tiempo, no empaparía sus propias ropas y las peleas serían más leves, amén de que no le perdería de vista ni un segundo. Esto fue después de haber decidido sumergirse con su marido en la desmemoria y el vacío emocional, para estar más unidos, ser los dos de la misma especie y reconocerse, no por las palabras, no por los pensamientos y recuerdos de un pasado vivido juntos. Los hermanarían los olores, los sabores, el tacto de las mismas telas, de los mismos objetos, de la misma piel.
Había leído, sabía todo lo que se puede saber sobre el Alzheimer
Le enjabona, se enjabona ella y la esponja va pasando de un cuerpo a otro, el suyo de pie, apoyado en la mampara y el de él sentado en una banqueta. Primero la cabeza y el cuello, la espalda, el pecho…Cuando llega a la cintura, se demora a propósito y más abajo, ya en los genitales, el frotamiento y las fricciones se hacen rítmicos, pausados, casi melodiosos, hasta lograr una cierta erección. “Eso no se te ha olvidado, cacho cabrón”, dice maliciosa con una sonrisa amarga, sin esperar a que el otro le responda. ¿Qué puede responder?
Era una mujer dura, así le habían hecho los golpes de la vida, los golpes sobre su propio pellejo. Había mandado a la mierda la asistencia que le ofrecían los servicios sociales después de visitar el centro donde iban a atenderle y decidió que emprenderían juntos, en casa, aquella aventura a lo desconocido, esta vez ella como guía de la expedición.
Se casó enamorada, lo que ella creía que era el amor. Un hombre guapo, amable y educado, quince años mayor, elegante, experimentado y seguro de si mismo. Él lo tenía claro después de su fracaso matrimonial, se fue al pueblo a buscar una mujer coneja, tierra fértil donde sembrar y abonar su futuro prometedor.
Él cierra los ojos y el deleite se dibuja en su boca disfrutando del momento, como entonces, como antes de que el diablo de la extrañeza se le metiera dentro y entonces extiende sus brazos para tomarla por la cintura, intentando acercársela para llenar sus manos con sus glúteos ya flácidos y adiposos. Y ella se deja hacer sin mucha resistencia mientras sigue enjabonando su propio cuerpo, su sexo ahora dormido, los pliegues ocultos por sus tetas caídas, sus axilas ya medio calvas, por su vientre feraz pero incultito. Luego deja que el agua tibia corra por los cuerpos como un río de meandros barriendo la espuma.
No podía dejar en manos de extraños, por muy expertos que fueran, su atención, sus cuidados, sus descuidos… Tenía más de cincuenta años, pero todavía se sentía joven y fuerte para cuidarle ella sola. Contaba con la experiencia de haber atendido a su madre años atrás, regalándole cuidados y atenciones de la mañana a la noche con una vocación y un sacrificio que ella sabía estériles, sin descuidar su casa, sin dejar de tirar del carro.
Al principio, él siempre la había llevado de la mano y ella se había dejado hacer, era más… ¿cómo diría?, era menos complicado, más amable la vida así, más cómoda. Él siempre determinaba lo que convenía, lo que debía y no debía hacerse, todo educada y exquisitamente, sin órdenes pero con convicción. Dejó sus clases de secretariado y se dedicó exclusivamente a atenderle, a ser la reina de su casa.
Siempre termina llorando. Lágrimas de placer, de agradecimiento, que se confunden con al agua que le chorrea por la cara. “Eso no te lo van a dar en la residencia, donde serías un paciente más, un viejo más de un trabajo en serie que hay que hacer deprisa”. Sólo ella puede infringirle estos regalos y atenciones.
Ya fuera de la ducha, envueltos en sus albornoces, le sienta en la taza del retrete y le termina de secar con una toalla. Es como manejar un muñeco grande, un pelele, un cadáver de 85 kilos que responde a sus órdenes como un ser sin voluntad propia.
Los primeros meses fueron un cuento de hadas, de arrebatada pasión y la vida, su vida, le parecía un regalo del cielo. Deseaba tener hijos y él tanto o más que ella, tenía prisa para ser un padre todavía joven, así que cada mes la preguntaba si le había bajado la regla. Y cada vez la misma respuesta: “Puntual como las fases de la luna” y el decepcionado siempre esperando el plenilunio.
Mensuales decepciones que iban en aumento para él, paralelas al aumento de culpabilidad de ella que a la primera mancha lloraba desconsolada.
Después de un año, empezaron a hacerse pruebas de esterilidad. El diagnóstico, repetido en tres ocasiones: ella fértil, sin problemas y el estéril o con espermatozoides lentos y vagos.
Aseado, vestido y pulcro como para salir a pasear, le acomoda en su silla de ruedas y le instala en un rincón del cuarto de baño y entonces, ella todavía desnuda, empieza a prepararse para la fiesta que como cada sábado por la tarde le tiene preparada. Escoge con cuidado su ropa interior y le pregunta qué braguita, qué sujetador, qué color de un surtido muestrario debe ponerse esta tarde y él como un mueble sin ojos como si asintiera en cada prueba. Ella se unta sus cremas y se pone sus perfumes, que previamente le da a oler. Luego se envuelve en una bata de seda, con dragones y motivos florales japoneses, que él antaño le había regalado porque le calentaba esa envoltura tanto o más que el regalo que contenía.
Cuando a los cuatro años de casados, él empezó a beber y a llegar tarde a casa, la película para ella ya era en blanco y negro. Sin saber por qué, vinieron los primeros insultos, los primeros reproches, las primeras bofetadas. Él por la mañana no recordaba nada y ella seguía siendo su princesa, una representación que se repetía con más frecuencia a medida que pasaba el tiempo.
Como siempre, le pide su visto bueno, pero él no contesta, incapaz. Su mirada vacía está perdida en algún punto de un horizonte que no existe. En media hora llegará Vasily, su amante, joven, alto y guapo para quien ella se ha estado preparando. Empuja la silla y la hace rodar hasta el patio de butacas, hacia el palco preferente para que, como invitado de honor, asista al espectáculo, se emocione, llore, aplauda… Le coloca a un lado de la cama para que pueda ver con detalle los primeros planos de cada acto, de cada movimiento. “Papá y mamá te van a traer un bebé, un heredero de mierda…”, le dice sin pizca de piedad.
Ella era una resistente, una roca en que se había convertido. Las pequeñas compensaciones de su vida de pequeña burguesa le hacían olvidar las humillaciones. Amaba la vida lo suficiente como para claudicar.
¿Pedir el divorcio, la separación, la renuncia? Eso suponía el fracaso, la inseguridad, una incertidumbre a la que no estaba acostumbrada. Resistir y era su lema y resistió.
Vasily hace su trabajo, si no con entusiasmo, sí con profesionalidad. Ya conoce su papel en la representación y no le cuesta complacer a la señora, a la que por respeto no tutea, tuteo en el que ella no insiste porque le hace gracia que la siga llamando señora mientras se corre dentro de ella. Sin prisas se viste, se atusa en el baño y recoge discretamente sus billetes, como quien no lo ha ganado, que agradece de forma educada. Luego, como una formalidad innecesaria, toma la mano del hombre de la silla de ruedas y la agita diciendo unas palabras de despedida.
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